miércoles, mayo 14, 2008

Periferia o muerte, novela

Periferia o muerte narra la etapa final de un viaje al infierno de un ex hippi, ex toxicómano, ex poeta adicto a la ficción... en la década de los 90. Quizá quien mejor describa su contenido sea su propio protagonista, Arturo de Alba-Uribe:

“No podría decirse que un viaje al submundo de la mala vida sea precisamente agradable. La idea de viaje al infierno fue formulada por primera vez, que se sepa, por el chamanismo y, según este, es condición previa para la ascensión al cielo. Ciertamente, no podría decirse que la condición previa sea precisamente agradable. No pidáis pues que su descripción lo sea. O, si lo prefieren ustedes, tan solo se trata de un juego literario (qué pasaría si...), o de un ejercicio de estilo (atreverse a decir lo que no se siente... y se piensa), o consideren que todo parecido con la realidad es mera coincidencia (imago mundi deformada en los espejos del Callejón del Gato) o que una exacerbada desproporción quijotesca anima al protagonista de esta historia...

...y haya paz. Este libro no pretende ofender a nadie. Acepto las héticas condiciones éticas convencionales, las condiciones de uso y abuso, legales...”

Periferia o muerte no se queda en la mera descripción de ciertos submundos ligados a la droga, sino que relata la travesía por los extrarradios de la civilización actual e indaga en el suburbio interior que todo ser humano, aún sin saberlo, alberga, lo que puede ser ofensivo para ciertas “sensibilidades modernas”, que prefieren mirar para otro lado.

Luis Lucena Canales

Granada, Mayo de 2007


Introducción


Solamente amo yo lo que se ha escrito con la propia sangre, de todo cuanto se ha escrito.

Friedrich Nietzsche


Camino, en la oscuridad de la noche, por un bosque sin senderos. No veo sino imprecisos bultos de contornos borrosos, que imagino troncos o rocas, aunque bien pudieran ser cuerpos muertos. Tropiezo con densos ramajes espinosos que arrasan la piel de mi cuerpo desnudo y se enredan en mi pelo como enfurecida garra, garrones afilados que a punto están de vaciarme la cuenca de los ojos y dejarme para siempre ciego. Ni una luz que resalte el lado oscuro de las cosas, ni un contraste en la espesura turbulenta de mi carne entre las ramas.

-¡Ajajuí! -grita él, como un relámpago negro.

No sé si he cerrado los párpados o ya lo estaban, pero nada he visto dentro de mí sino negrura, quizá una sombra moverse entre las sombras, cierto olor azufrado, una mirada sin pupilas y un oscuro grito:

-¡Ajajuí!

Al suelo caigo

...

No sé si duermo o he dormido: una tenue luz azulada me ha hecho creer que estoy soñando. Me levanto. A mi alrededor veo masas abstractas sobre un fondo de luz tersa y plateada, esparcida melosamente en lo que parece el cielo. Sobre la tierra se confunden fuscas materias y sus sombras. Doy un paso, tropiezo, y luego otro. Avanzo esquivando a tientas lo que no sé si es imagen o reflejo o fantasía, deseo, recuerdo...

-¡Ajajuí! -grita él, ese lucífugo, ese lambrijo.

Me pierdo por el bosque, acariciando sombras, tras una luz, difusa y lejana, quizá de la luna.

...

He caminado durante días, años, siglos y, en un instante, el dolor de las horas llega a su límite. La boscosa calígine se desvanece en un destello rosado. Delante, una inmensa llanura sin horizonte, desierta, sin vida. Detrás, un inmenso hoyo lleno de cadáveres.

-¡Ajajuí! -grita, su escueta figura sobre la azulenca bóveda, ángaros sus pupilas.

-¡Tengo hambre de futuro, me muero de sed! ¿Qué quieres de mí, maldito? -le grito.

-¡Ajajuí! -grita él.

El momento se despliega delante de mí creando el horizonte en el que se alza una montaña negra, sobre la que está naciendo el sol, en este instante. Terriblemente cansado, pero jubiloso como un romero, a sus pies me postro, agradecido. Inesperadamente, una bandada de pájaros negros levanta el vuelo y oscurece mi conciencia al tiempo que, llenándome de un inusitado gozo, me rompe por dentro. Estoy al final del camino que comienza en ese templo y ese templo es un libro, y ahí está él, ese duende burlón, ese escuerzo, esa sombra.

-¡Ajajuí! -grita.

-¿Qué quieres de mí?

-Te vendo una entrada al Templo de la Gloria.

-¿Qué pides a cambio?

-¡Tu alma!

-¿Mi alma? ¿Tan poco pides? ¡Tuya es!

-¡Ajajuí!

Abro los ojos. Me está mirando un hombre que no reconozco.

-¿Te pasa algo, Arturo? -pregunta, y deja la boca abierta como queriendo decir algo que no acierta a encontrar en los tortuosos recovecos de su cerebro, supongo, pues he visto, en un destello, una luz veloz, como un motorista loco, recorrer abandonadas autopistas y oscuras calles de una ciudad perdida y desolados pasillos y desiertos salones y tenebrosos túneles de una mansión deshabitada, en busca de otra luz con la que poder fundirse para ofrecer unas palabras, quizá otra pregunta-. ¿Te pasa algo? -repite esa boca pequeña y contraída.

-Siempre pasa algo, Vicente -acabo de recordar que así se llama-. Nada importante. Estaba tratando de recordar un sueño.

-Ya. Bueno, perdona que te moleste, enseguida te dejo con tus sueños -dice, llevándose la mano a la cabeza, frunciendo el entrecejo, aguzando la mirada, insinuando una breve sonrisa -. Son las dos de la tarde, ¿sabes? Venía a pedirte un libro. Lo he buscado por toda la casa y no lo encuentro. Quizá tú sepas...

-Se trataba de un sueño especialmente intenso, podía sentir incluso dolor y hambre...

-No me extraña, Arturo. Tú siempre estás hambriento.

-... y sed.

-Tú siempre estás sediento.

-No me estoy refiriendo a esa clase de sensaciones físicas.

-¡Ah! ¿No? ¡Ya! ¿Te refieres a hambre y sed de justicia o a algo por el estilo? -y se echa a reír, grotescamente, con una mueca torcida que oprime sus ojillos hasta cerrarlos e imprime a su rostro un gesto descreído-. Estupendo, estupendo. Tú siempre me haces reír con tus salidas -y vuelve a su risa cargante y desproporcionada-. Ahora va a resultar que tienes sueños idealistas.

-Yo no he dicho eso. Eres tú quien lo está diciendo.

-No me hagas reír, Arturo. En fin, todo es posible en este infecto mundo. Por cierto, ¿dónde has metido el Fausto de Goethe?, llevo más de una hora buscándolo.

-¡Eso es: Fausto, Goethe... ese duende burlón, ese diablo! -levanto la almohada y descubro el libro que estuve leyendo hasta altas horas de la madrugada-. Pero, ¿y los pájaros?

-¿Qué pájaros?

-Los pájaros que salían al amanecer del templo.

-Pero, ¿de qué estás hablando, Arturo?

-De mi sueño. La selva oscura y la montaña... del infierno al paraíso...

-Eso me recuerda que tampoco encuentro La Divina Comedia, también una edición muy valiosa, por cierto.

Vicente no quiere saber nada de mi sueño. Agarra el libro y se lo lleva. Y sale de la habitación mascullando no sé qué jerigonza indescifrable de monosílabos y exclamaciones dichas con gusto cercano al éxtasis.

-¡Huuuuuuuuuummmmmmmmm! ¡aaaaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡yaaaaaaaaaa! ¡sííííííííííííííííííííííííííííííííííí! ¡sííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííí!

Yo me quedo aún un ratito más en la cama, desperezándome al tiempo que repaso las escenas menos claras de mi sueño tratando de recomponerlas y descifrar su mensaje oculto en el lenguaje preciso y absurdo de los sueños.

Una de las cosas que más me llamaba la atención de mi sueño era el nombre que aquella sombra le daba al templo. "Gloria" es la visión de Dios y el lugar en que este habita, pero, si se vende el alma, no hay manera de alcanzarla. Había, pues, un contrasentido evidente: no se puede vender el alma a cambio de una entrada al templo de la Gloria. Aquel lambrijo me engañaba. A no ser que esa palabra fuera usada en su acepción de "fama". Así sí tenía sentido, pues la fama no es otra cosa que la degradación de la gloria o una especie de gloria mundana.

Con el tiempo supe que para los poetas latinos la Fama era "la voz pública", una divinidad engendrada por la Tierra, que vive en el centro del mundo, en su templo de múltiples aberturas que devuelven amplificadas las voces de los hombres, en compañía de los Falsos Rumores, la Credulidad, el Error y otras divinidades semejantes. Pero sólo, cuando recordé que "gloria" también significa "gusto o placer vehemente", comprendí más plenamente mi sueño, pues el buscador de fama es un buscador del placer de estar en la boca de muchos, regodeándose en lo que los demás dicen de uno. Sin embargo, qué hacía yo allí y por qué vendí mi alma por algo en lo que no creía, sólo lo comprendí hasta que, el curso de los acontecimientos en el año que había de venir, acabó por desvelármelo: lo que dejé escrito en mi diario y es, en definitiva, la materia de este libro. Pero, en aquel momento yo estaba bastante confundido, incluso, perplejo con mi sueño, porque su luz era una luz negra, como de abismo, donde quedaban jirones sueltos de rostros y sucesos sin relacionar. Yo sentía que aquel hueco de mi memoria no estaba vacío, aquel inmenso hoyo estaba lleno de cadáveres que por alguna razón no deseaba resucitar.

Así que me levanté, de un salto (no diría que felino) por no darle más vueltas al asunto y me planté en el salón ante Vicente, que estaba sentado en el sófá con el Fausto entre las manos, mirándolo con delectación, muy atentamente, y que, al sentir mi presencia, sin levantar la vista del libro, como respondiendo instintivamente a una pregunta no formulada, dijo:

-Sólo quería comprobar la fecha de publicación. Acabo de leer en una revista especializada que la primera traducción de Fausto ofrecida a la consideración del público de habla española fue la de García de Santiesteban, en Madrid, 1841. Al parecer se trata de una edición muy valiosa. Sólo quería comprobar si se trataba de esta. Pero no lo es. Es una pena. En fin, qué le vamos a hacer... Sin embargo, esta también debe ser, sin duda, una joya bibliográfica. Me la regaló mi madre, ¿sabes? Perteneció a mi abuela, un tesoro -y ríe, con inesperado estrépito dejando ver varias de sus muelas empastadas: negra simulación, de un vacío inerte-. Me refería al libro, por supuesto. Mi abuela era sencillamente insoportable, como un lacerante dolor de muelas, como una pulga esquiva en el dobladillo de tus pantalones, como una canción de la Pantoja, qué sé yo, como... -y busca otra comparación que exprese con mayor exactitud aún lo que quiere decir, sin encontrarla, hasta que, al fin, se deja vencer y dice como para sí mismo-. La verdad es que dudo que leyera algo, un título siquiera, de la extensa biblioteca que le habían legado sus antepasados en herencia. Los vendió todos, al principio uno a uno, escogiendo los más valiosos; luego, por rimeros, montones de libros antiguos, verdaderos tesoros vendidos por cuatro perras, para costear su afición a la bebida... Ay, fue, sin embargo, una auténtica aristócrata, una mujer con clase, de verdad, no como otros que sólo lo aparentan.

-Lo dices por mí, ¿no es así, Vicente?

-Por ti... y por muchos otros, que lo sepas -y se ríe entre dientes, algo nervioso-, por ti y por esa vana presunción tuya, precisamente -y vuelve a reír, esta vez, con total franqueza.

-Ay, ay, Vicente, sigues sin creer en mí.

-¿Y por qué habría de hacerlo? A ver, ¿qué tienes tú, que no tenga ese? -dice, señalando su imagen en el espejo-. Por mucho que me cuentes, que yo sepa, tú no tienes antecedentes...

Le miro, y no sé si creerme lo que he oído. Aunque, bien mirado, igual que en la literatura, lo que menos importa es la verdad o mentira de lo narrado, sino el cómo, y en este sentido, estoy tan sorprendido por el magnífico estilo de Vicente que me he quedado plantado y ya ni siento deseos de ir al retrete. Alerta, respirando lenta y brevemente, para no perder detalle, le observo. Nos miramos, pero, es evidente que él no me ve, él sólo ve sus pensamientos. Espero a que, en cualquier momento, vuelva a las andadas, y, efectivamente, al cabo de un rato, cambia de tono y sigue:

-Con los años me enteré de que todos los volúmenes de la valiosa biblioteca habían acabado en una librería de viejo vendidos por cuatro perras, que mi abuela se bebió tan ufanamente en sus últimos meses de vida. Todos menos este, este se salvó, el Fausto de Goethe -y lo levanta y lo mira con satisfacción, moviéndolo de un lado a otro-... y también la Divina Comedia, que por cierto no encuentro, ¿por casualidad no la habrás visto?... y el Libro de Buen Amor que descansa en aquella estantería y un Buscón viejo y remendado como sus falsos hidalgos y... a veces pienso que todo esto ha ocurrido por una cruel burla del destino, cuyo oculto sentido no logro entender; y percibo en ello como una especie de historia que habrá de desplegarse, de manera paralela aunque invertida en un espejo, con la historia de otro libro, de otros libros. Ya sé que parece una insensatez, una locura, sin embargo, lo pienso, es más lo siento a veces con tal fuerza que no puedo sustraerme a su encanto, y me gustaría ser yo el protagonista de esa historia que alguien escribirá algún día. Sí, aunque el espejo sea un espejo cóncavo y perverso y devuelva las imágenes empequeñecidas, torcidas, torpes o grotescas, qué más da: todo sea por la inmortalidad -y hace una breve pausa, solemne-. En fin... -sigue, impertérrito, Vicente, al tiempo que yo salgo flechado al retrete sin poderme aguantar más las ganas de cambiar el agua al canario-, que esta no es la edición valiosísima que menciona la revista y es una pena, ¿no crees? -pregunta, elevando exageradamente la voz para que pueda oírle, mientras desahogo la vejiga dolorida, que se desinfla como un globo, ya escurriéndose su flavo líquido por el blanco cielo de loza del retrete-, no por su valor pecuniario –sigue y eleva aún más la voz para que pueda oírle entre el estruendo de la cálida chijetada al caer en el níveo abismo-, por nada del mundo me desharía de él, sino porque daría un nuevo valor, un valor más... más... cómo decirlo, más... ¿qué dices, Arturo?

-¡Aaaahhh... qué gusto!

-Eso, de más gusto, un gusto más exquisito y refinado, a la historia de mis antepasados...

Y sigue, imperturbable, girando en círculos, de un lado a otro, avanzando cuando retrocede y retrocediendo cuando avanza, contento de poder expresar con su interminable perorata las minucias, excelencias y exquisiteces de su aristocrática e interesantísima familia; pero yo ya le oigo como desde ultratumba y, al final, ya ni le escucho. Su voz se confunde y amortigua con el claro sonido de mi agüita amarilla. Atento a sus cascabeles dulces resbalando por la blancura reluciente de la taza del retrete estoy más allá de donde confluyen todos los caminos, en ese otro reino donde el mendigo es el rey, y creo que aquí ningún Vicente podrá venir jamás a turbar mi paz con sus gilipolleces, pero... estoy equivocado.

-Oye, por cierto -insiste el pavo, metiéndose dentro del retrete (propiamente, el cuarto donde está situado la taza o letrina)-, no vuelvas a dejarlo debajo de la almohada, podría estropearse -y se me echa literalmente encima-; y pasa las hojas con sumo cuidado, como quien acaricia a una niña, seguro que no te será difícil imaginarlo; mímalo como a un hijo o, mejor aún, como a un sabio anciano que necesitara de tus cuidados...

-Por favor, Vicente, no seas plasta y déjame mear tranquilo.

-Bien, está bien... -por fin se va, su voz se aleja por el pasillo-, pero no sé si lo has... -dice algo que no entiendo ya que coincide con el último chispo; luego, hace una breve pausa y, elevando la voz de nuevo, sigue-... creo que lo mejor es que lo guarde y te consigas una edición más barata; eso haremos, no debemos correr riesgos innecesarios...

Y sigue así, hilvanando sus naderías con embolismáticas filigranas, como algún escritor de los de ahora mismo, pero yo ya no le escucho. Completamente ajeno a su huero discurso siento la gloriosa placidez de mi vejiga al acabar de deshincharse y, ya definitivamente relajada, gustosa y sosegada, acomodarse de nuevo, vacía (ella sí) a su natural ser, en los pliegues laberínticos (estos sí) de mis intestinos, de manera que mi antes tensa espalda vuelve a la plácida quietud de la serpiente recién comida, dirigiendo su almuerzo al apacible sol de la mañana... Me olvido de Vicente, aunque él siga en el salón con su inacabable perorata (o es que ha encendido el televisor, lo que vendría a ser lo mismo), repitiéndose una y otra vez para volver, rendido, a ese denso vacío, a ese pesado silencio, no gustoso ni sosegado, sino hastiado, a ese perpetuo trajinar rutinario del que no tiene nada que decir que no sea lo que ya, una y otra vez, ha dicho. Vuelvo, si no al verdadero silencio de "la noche sosegada/.../la música callada,/la soledad sonora" de Juan de la Cruz, sí a mi sueño de esta noche (que es lo más parecido a eso)... el sueño que regresa insinuándose en la grata calma, resplandeciente y atrevido, entrando como una cuña en la futilidad cotidiana, invadiendo con un golpe de mano inesperado mi consciente, el reflejo de mi mirada en el espejo, los blancos azulejos, las coloridas cortinas, la bañera, la taza del retrete, la puerta, el pasillo, el salón donde Vicente prosigue con su monólogo huero y aburrido (¿o es el televisor encendido?), la cocina, mi habitación, la mesa con la máquina de escribir y mis escritos, estos apuntes... volándose por la ventana como una bandada de negros pájaros en el mediodía.

Hablo aquí con verdadera emoción, admiración incluso, de mi amigo Vicente: aunque es incapaz de escribir una sola línea cuando habla dice todo lo que yo quisiera expresar en mis escritos y, además, paga el alquiler del piso y todos los demás gastos, incluyendo la comida que, a veces, raras veces en verdad, llena el frigorífico. También costea la desorbitada voracidad de mis pequeños vicios, y es de agradecer.

Vicente y yo hicimos un trato de amigos: le prometí los derechos de autor de mi futura novela.

Un día, se acercó a mi mesa y, después de divagar un rato, dijo:

-Lo he estado pensando, serena y concienzudamente, Arturo. Tengo una idea: haremos un contrato. No es que yo desconfíe de ti, Arturo, no me malinterpretes, pero ya sabes como son estas cosas. Tú no le das importancia al dinero, porque no lo tienes. Pero, todo lo puede el dinero, el dinero hace lo malo bueno y, además, hace al hombre entero.

-Sí, pero ganar amigos es ganar dinero a logro y sembrar en regadío.

-Yo, la verdad, bolsa sin dinero, dígola cuero.

-Está bien, Vicente, dejemos en paz el refranero: haremos un contrato. No te preocupes, te devolveré hasta la última peseta que hayas invertido en mí.

Pero, los días pasan y yo no empiezo mi novela atareado como estoy en descifrar los signos de mi verdadera historia, en este diario. Cuando se mosquea demasiado, le tranquilizo:

-Mira, Vicente, lo que estás haciendo es una inversión segura -le digo-. Te pagaré hasta la última peseta, más los intereses, más los derechos de autor que te he prometido. Hemos firmado un contrato, ¿no es así?

-Pero los días pasan y...

-Compréndelo, amigo, mi estado de ánimo es ahora como el de una embarazada: frágil y antojadizo. Piensa en nuestra obra. Te lo pido por favor, Vicente. Confío en tu lucidez y sensibilidad. Estoy en un momento muy delicado, créeme.

-El tiempo pasa y ni siquiera has comenzado a escribir tu libro.

-Nuestro libro, amigo, nuestro libro. Paciencia. Estoy elaborando la materia prima, diseñando la cadencia narrativa, la altura, la medida y el tono discursivos, imaginando el tema, los personajes, el argumento, la ambientación, los contextos y pretextos, preparando la estructura de las exposiciones, divagaciones, invenciones, refundiciones, amplificaciones, lucubraciones, confirmaciones, traslaciones, metagoges, abusiones, trasnominaciones, comparaciones, enumeraciones, concatenaciones, transposiciones, personificaciones, asociaciones, precisando el proceso de las exclamaciones, imprecaciones, conminaciones, gradaciones, disyunciones, alusiones, pretericiones, circunlocuciones, duplicaciones, aliteraciones, conmutaciones, cromatismos dominantes y subdominantes, pausas y silencios... elaborando anécdotas, simbolismos, terminologías, jergas,... y todo para dar en la tecla de lo que gusta, no al público sino a los intermediarios, a los editores y agentes literarios, que son los que pueden colocar y editar la novela... es para volverse turuleta, tronco. Además, es preciso cambiar de actividad para tomar aire de vez en cuando, ¿no te parece?, tomar distancia para no repetirse, y no descuidar la cuestión creativa, estar permanentemente en forma para eliminar los obstáculos que se oponen al libre fluir de la creatividad y permitir al observador dividirse para examinar los diversos puntos de vista, tomar apuntes del natural, etcétera... para un verdadero escritor divertirse es trabajar, pues trabaja las veinticuatro horas del día, incluso cuando duerme... Además, puedes contar con los ingresos extras.

-¿Ingresos extras? ¿A qué te refieres?

-He escrito varios artículos de una serie que titularé Diario de la Periferia y que pienso colocar en distintos periódicos de tirada nacional. Mira aquí tengo el último, ¿quieres leerlo?

Se sienta en el sofá con los folios en la mano, en la otra un cigarrillo. Lee, atentamente, sin levantar los ojos. De vez en cuando da un golpecito con el pie en el suelo, como haciendo una pausa, o se sonríe. Cuando termina, con un gesto ambiguo y mirada displicente y un tanto socarrona, dice:

-No está mal, pero... no creo que te lo compren.

-¿Por qué? Si puede saberse.

-No quiero ofenderte.

-Al contrario, amigo. Tu opinión me será de gran utilidad para corregir mis errores. Venga, dime, por qué crees que no me lo van a comprar.

-Porque es demasiado personal, se ve demasiado al hombre que lo ha escrito. Es demasiado directo, exagerado, agresivo... yo diría, incluso, que un tanto brutal y algo grosero. Por ejemplo, esto que dices aquí: "Vivimos en la era de los zombis, los muertos-vivientes, que deambulan por los aparcamientos, las calles, las salas de fiesta, los bares, los hipermercados, las oficinas, los pasillos oficiales (...) de las desoladas urbes en busca de un pedazo de carne de verdad viva que llevarse a la boca, porque las multitudes de este fin de milenio se nutren de medias verdades agonizantes, cuando no de muertas mentiras, de ilusiones podridas, cuando no de auténticas falsedades putrefactas, creadas por los medios de comunicación de masas, y que flotan como una niebla fantasmagórica y letal sobre la viva realidad del mundo (...)" ¿No te parece demasiado retórico y pretencioso? ¿De verdad crees que esto te lo va a comprar cualquier periódico medianamente serio? ¿Quién te has creído que eres: un cazafantasmas? A estas alturas es ridículo ir de profeta, o de héroe, o de genio incomprendido. Ya no se lleva.

Lo malo es que Vicente tiene razón. Así que no tengo más remedio que aceptar su crítica. Al fin y al cabo, un desencanto más quizá acabe por templar mi ánimo. Estrujo con un rápido apretón los folios y arrojo el artículo a la papelera. Se me va con él una penúltima esperanza. Por lo que se ve soy incapaz de escribir nada verdaderamente interesante y aceptable, y menos aún para un periódico serio, ningún producto para el mercado. Así que vuelvo a mi diario, me refugio en sus páginas convencido de que aquí, en mi confortable útero, en mi rincón seguro, al menos nadie va a decirme lo que tengo que escribir, ni cómo. Y para darme ánimos releo aquella carta de Henri Miller a Lawrence Durrell de agosto de 1936, que tanto bien me ha hecho:

"Escuche, Durrell, no se desespere todavía. (Ne faut pas désespérer.) Si tiene agallas suficientes, lo que hay que hacer es ir hasta el fondo, por amargo que sea; en sus escritos, quiero decir. Si puede aguantar, y yo creo que puede, escriba sólo lo que le gusta. No se puede hacer otra cosa, al menos que quiera hacerse famoso. Van a cagarse en usted de todas maneras, así que diga lo que tiene que decir".

Después, me duermo y tengo un sueño raro, una pesadilla agobiante, confusa y violenta, donde un jurado de famosos personajes me juzga y condena a irme tras la sonrisa grotesca de un duende burlón que salta de un sitio para otro, con su extravagante risa, por los rincones oscuros del sueño, esos que son como sacos de hollín, en el profundo caos, allí donde hay un hoyo lleno de cadáveres que rebullen por renacer de sus cenizas.

Aquel libro fue escrito, lo tienes lector entre tus manos.

Este libro no es el resultado de ningún saber u oficio literario, este libro no es ningún ejercicio de ficción, este libro no sirve para distraerse o consumir un rato... este libro es la escoria recogida en el viaje al fondo de mi infierno y, por eso, este libro es un escupitajo al rostro de los santones convertidos en marcas comerciales, de los que vampirizan al creador negándoles el pan y el agua y que sólo ven un buen negocio en la literatura, al rostro de los que escriben para no aburrirse, o porque quieren triunfar o realizar sus sueños.

Este libro es la conclusión de mi relación con la literatura de la que, con ésta declaración, formalmente me despido.

Mi trabajo ha terminado.

Ya puedo decir con Henri Miller

No tengo dinero, ni bienes, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios.


Adiós, muy buenas.


Arturo de Alba-Uribe

Madrid, diciembre de 1994



No hay comentarios: