jueves, mayo 24, 2007

Diario de un ausente


No me pidáis presencia.
Las almas huyen para dar canciones.
Alma es distancia y horizonte: ausencia.


Antonio Machado.


Vamos, al final, allí a donde a usted le gustaría ir si estuviera aquí, a ese antiguo jardín donde todas las gentes con pensamientos, con preocupaciones y con monólogos van al anochecer como el agua va al río, y necesariamente se encuentran. Hay sabios, hay amantes, desencantados y sacerdotes; todos los ausentes posibles y de todos los géneros. Se diría que buscan sus propios alejamientos mutuos. Debe gustarles verse sin conocerse y sus amarguras separadas están acostumbradas a encontrarse.

Monsieur Teste, Paul Valery


Es como si estuviera despertando de un prolongado sueño que nunca llegó a ser sueño del todo, una especie de letargo en el que la conciencia, una vez rota, se toma un descanso para poder reestructurarse. Proceso que lleva su tiempo y que no conviene violentar sino a riesgo de volver a fragmentarla de nuevo.

Mi problema ha sido siempre el mismo, desde niño, y es que lo que para ellos es ficción, literatura, estética, para mí es vida y lo que para ellos es vida para mí es juego.

Al escribir este diario no pretendo narrar los hechos de mi vida y no porque lo que cuento no sea cierto, sino porque concedo a la alucinación el mismo grado de realidad que al recuerdo. Discriminar lo que es memoria o fantasía no es tarea del escritor, ni del lector siquiera, pues lo escrito tiene de hecho un solo nivel de realidad, el de la literatura. Sin embargo, no pretendo introducir un elemento de incertidumbre o desconfianza con esta afirmación, lo que quiero es simplemente evidenciar que hay una realidad que se desliza de manera oculta en todo texto. Explicitarlo o dejarlo implícito es elección que el escritor no hace siempre de manera consciente, pero que, lo quiera o no, estará presente en todo lo escrito.

Me encandila una sonrisa, una palabra, un gesto de buena voluntad... No es de extrañar que después me lleve las hostias que me llevo. Soy un iluso No sé vivir de otra manera.

Nosotros no tuvimos padres, nuestros mayores estaban más interesados en aleccionarnos, convencernos, llevarnos por el buen camino (que era su camino, por supuesto, de falso orden y paz de cementerio, unos; de revolución social y trasnochado obrerismo, otros), preocupados de instruirnos más que de enseñarnos los sutiles y matizados pormenores de la vida (que al fin y al cabo es lo que a los hijos importa). No supieron o no pudieron (alejemos todo sentimiento de culpa) mostrarnos la infinita pluralidad tras la sagrada unidad, la cara oculta y evidente del hombre, del mundo, de la vida. Les pudo la circunstancia, y ante esta el error se comprende, lo malo es la persistencia de algunos que no se dan por satisfechos en tropezar una y otra vez en la misma piedra. Por lo visto, les gusta, quizá por la insensibilidad que otorga, la ceguera, les da seguridad el automatismo. Así, nuestro signo fue, en primer lugar, el desamparo y, a partir de este, el desarraigo.

Había que seguir y lo que ellos no nos enseñaron tuvimos que aprenderlo fuera de la familia. Y así quedamos ausentes y extraños, vencidos de antemano. Porque ellos, los doblemente vencidos (la primera vez en la guerra civil, la segunda, en la para nosotros entonces –que no ahora: con el tiempo los padres siempre acaban teniendo razón- bochornosa reconciliación que dio paso a la transición a la democracia), nos enseñaron el fracaso. Hubo excepciones, sin embargo, aunque contadas. De algunas hablaré en este diario.

Cuando comprendí que en mi vida había acabado la fase del desengaño, del fracasado, del vencido, me lancé a un viaje tanto exterior como interior, en una búsqueda sin limitaciones de mí mismo. Yo no sabía a donde me conduciría, ni siquiera lo que pretendía, lo que sí sabía es que no podía permanecer durante más tiempo en donde estaba, porque ese mundo había acabado y no me reconocía en el mundo que empezaba.
Me refiero, concretamente, al primer periodo de la llamada Transición, final de la lucha antifranquista, cuando irrumpieron en calles y escenarios aquellos niñatos de la Movida que nadie de nuestra movida clandestina y callejera conocía. Nosotros habíamos estado luchando, poniendo en peligro incluso nuestras vidas, por una sociedad distinta y lo que emergía del trasfondo de la sociedad no se ajustaba a aquello por lo que habíamos combatido. Así que me largué.
Todo comenzó con una evasión en el medio, a través de drogas modificadoras de la conciencia, pero luego aquel viaje se realizó no sólo en el tiempo interior sino en el espacio. Viajé a las fuentes... primero a Ketama en busca de la esencia de la marihuana, luego a California y a Nueva York, tras la huella de los primeros beat y de los jipis, luego, a la India, al Tibet, a Turquía... Grecia, y de vuelta, Andalucía donde descubrí el verdadero origen. Deambulé por todos esos caminos sin darme cuenta de que no me había movido: el origen que buscaba se encontraba ya en el punto de partida y no porque el valle del Guadalquivir sea realmente el punto de partida de la civilización Occidental, algunos estudiosos lo mantienen, sino porque era el punto donde los mitos no se oponían a la razón sino que eran la razón misma. Este es el diario de ese viaje contado desde el presente, punto de partida y de llegada, de aquí que mi escritura vaya y venga en cualquier dirección y, por lo tanto, pueda ser llamada la escritura del cangrejo.


El pasado no permanece quieto dentro de nosotros, cambia como el presente convirtiéndose en futuro, fluye con él, se mueve... como en aquella plantación de marihuana, aquel atardecer en Ketama, en que el universo se trasfiguró en una epifanía de agua, mares en movimiento, ríos, torrentes, lagos y cascadas, inundaciones y tormentas con el sol poniéndose sobre las montañas... comprendí, entonces, que empezaba una nueva vida. Mi objetivo era dar un golpe de mano: comprar el mejor jachís y ganarme una pasta para no tener que preocuparme por el dinero durante mucho tiempo. Pasar los controles de la policía en la carretera de montaña no fue demasiado difícil. Los colegas me habían puesto al corriente. Dejábamos el coche antes del control y cortábamos con la mercancía a cuestas a campo traviesa hasta volver a encontrarnos con el coche más abajo. Burlar la aduana tampoco fue obstáculo para nuestra imprudencia juvenil, no fue difícil ponerse de acuerdo con un transportista que volvía a casa de vacío, eran otros tiempos... El caso es que cuando acabó la operación tenía unos miles en el bolsillo y en lugar de gastármelo en juergas como los colegas decidí darme el piro. Bien administrado podía darme de sí como para proyectarme tan lejos que volver no fuera posible... y si me quedaba colgado en medio del desierto del Gobi, es un decir, ya veríamos. Lo que importaba ahora era poner tierra de por medio.

Empezó mi deambular una mañana, hace veintidós años, en un autobús que tomé en Jaén camino del aeropuerto de Granada. Mi destino, la India.
Después de estar un mes vagando de un lado para otro entré en la ciudad sagrada de Benarés un día de cielos neblinosos. El calor se pegaba al cuerpo como una manta húmeda y me recuerdo cansado, muy cansado. Probablemente la falta de alimento, el calor o los primeros síntomas de aquella enfermedad que nunca me diagnosticaron. La ciudad entró en mí en lugar de que yo entrara en ella, invadió mis defensas hasta aniquilarlas y fui un mendigo más por sus calles (recuerdo olores luminosos, visiones táctiles...) hasta que perdí el conocimientos unos días después. Desperté en un hospital mugriento lleno de toda clase de enfermos y heridos harapientos. No me extrañó ver allí monjas católicas, me traían lejanos recuerdos de mi tierra, a la ya que casi había olvidado. Cuando me recuperé nadie sabía de mi mochila. Con ella perdí documentación, dinero y tarjeta de crédito. Me encontraba vacío y sin pertenencias tal y como pedía el Buda. Me ofrecieron, a través de la embajada, regresar a España, pero no acepté el ofrecimiento. Pensé que el mío era un viaje sin retorno y lo acepté plenamente, ya que a pesar de todo me encontraba muy tranquilo, con un sentimiento de felicidad que hasta entonces no había conocido. Volví a las calles y me mezclé con la muchedumbre. Me hice discípulo de un sadhu mendicante seguidor de Siva que meditaba a orilla del Ganges. Con él aprendí los rudimentos de la disciplina del yoga y del sadhana, así como algunos trucos para atraer a la clientela que nos mantenía con sus limosnas. Fue un tiempo sin tiempo que aún perdura en algún lugar secreto de mi conciencia.
Y aún estaría allí si no hubiera sido por Ingrid, la de los ojos claros, que follaba como una valkiria. Su amor o compasión, aún hoy no sabría decirlo, me rescató de las malas artes del santón. Con ella emprendí la peregrinación a las fuentes del Ganges y, luego, con unos amigos suyos iniciamos el regreso en un todo terreno siguiendo la ruta hacia Pakistán hasta Turquía, donde volví a perderme, perdiéndola a ella para siempre.

Aquel viaje supuso un corte en mi vida, sin embargo, cuando acabó el viaje exterior yo seguí viajando por dentro, y aunque mi vida se normalizaba (me casaba, tenía hijos, un trabajo estable, una casa, un coche...) interiormente seguía siendo el que fui entonces: desorientado por los caminos del mundo, perdido, roto... no encontraba el centro de mi ser y de mi vida. Ahora voy a intentarlo de nuevo. Para hacerlo es necesario que vuelva a recorrer, otra vez, aquellos caminos.

He dado el primer paso.

“Mi querido Durrell, usted nunca escribirá nada a gusto de ellos, como dice en su nota. Ha cruzado el ecuador. Su carrera comercial ha terminado. A partir de ahora es un proscrito, y yo le felicito con todo el aliento de mi cuerpo.”
(Henri Miller, carta a Lawrence Durrell, 8 de marzo de 1937)

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